domingo, 22 de enero de 2012

Al bote, pronto



Aprende en sueños a hacer el nudo de la vida para no temer al vacío.

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Tú soñarás, como si fuera yo, contigo; yo soñaré como si fueras tú, conmigo.

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La conciencia de saber que lo que se vive es un sueño, no le resta emoción ni importancia.

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Suena todo bien porque se trata nada más que de un sueño.

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Es una bocalicona.

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¿Cómo soy? Igual de lindo que vos.

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Es una historia de amor: él, ella, el otro y la otra.

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Camina así porque si se quita la venda, se pararía y no vería nada.

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De haberse quedado la habría decepcionado.

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Esa mujer le importaba mucho, por eso decidió no ir a la cita, para no saber qué tan bien bailaba.

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Cuando estamos solos, los rostros adquieren una singularidad; la compañía es enajenante.

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La luna llena parecía un pez globo a punto de mojarnos.



Fotografía: Obra sin título de Sara Emilia Medina, 2011.

martes, 10 de enero de 2012

El peso de las palabras: sobre la mano y la caballería como medidas en La Chontalpa


Un chilango llamará siempre tortuga a todas las especies de quelonios y si se atreve a hacer una distinción tendrá que basarse forzosamente en lo más evidente, su tamaño, para decir tortuguitas.

El nativo de Tabasco, en cambio, inmerso en su pasado de agua, sabía distinguir entre un guao, un chiquiguao, una hicotea, una tres lomos, una mojina y un pochitoque.

El mentado aguacate criollo que ofertan las cadenas comerciales por todo el país es llamado por los nativos tabaqueños chinín, y sus vecinos de Veracruz lo nombran pagua, ambas palabras fueron importadas por los mexicas durante su expansión por el Golfo de México.

La influencia más directa e inmediata del hispanohablante en estas tierras bajas, como ya ha mencionado Rosario Gutiérrez Eskildsen en Substrato y superestrato del Español en Tabasco, procedió de las lenguas vecinas: el náhuatl conquistador, el maya vecino y la variante de éste, el chontal, que tuvo su gran auge en el área que se conoce como La Chontalpa.

Otros hechos -metalingüísticos- como la historia particular de una comunidad (el aislamiento del sureste mexicano con respecto al centro) y, más recientemente, la economía global y hasta la tecnología, contribuyen -imperceptible e inevitablemente- a moldear, corromper, preservar, transplantar, revivir y reinventar el habla del español en el sureste mexicano.

De la incidencia de una lengua sobre otra hasta su mestizaje, se pueden mencionar las unidades de medida antiguas, que todavía usan los ancianos en los mercados públicos de Tabasco.

Algunos patrones se remontan hasta el periodo Posclásico, cuando los mexicas obligaron a los chontales -prodigiosamente establecidos en el umbral de las ciudades estados mayas-, a comerciar con ellos, imponiéndoles sus medidas.

Los yoko t`aan, de por sí bilingües por sus muchos tratos comerciales con otros pueblos, no tuvieron empacho en adoptar las medidas aztecas como suyas.

Todavía si uno camina por los mercados descuidados por las administraciones municipales -tan veleidosas con las cadenas comerciales-, se oye a marchantes pedir “una mano” de cacao o de mazorcas de maíz o algún fruto local.

Por la llamada autopista rápida a Paraíso, decenas de pequeños agricultores con su excedente de maíz, se paran a ambas orillas de las dobles vías con sus sacos de polietileno -antes eran tejidos de henequén- y ofrecen a "nueve pesos una mano de maíz".

La mano, en este caso, equivale a cinco unidades y era muy efectiva aún cuando el hablante no supiera mucho de números porque bastaba con mirar sus dedos para realizar cualquier transacción.

De la mano viene el zonte o soncle, que era el equivalente a 80 manos, es decir, unas 400 unidades, convención usada generalmente para realizar grandes transacciones.

Como señala Charles Gibson en Los aztecas bajo el dominio español, los mercaderes indígenas no tasaban sus productos basándose en el peso, sino en unidades que tenían como base la numeración vigecimal azteca.

Hasta mediados del siglo XX, los comerciantes que venían en sus torton de Monterrey, Puebla y Ciudad de México, a comprar el zapote sembrado en estas tierras bajas, se rehusaron a usar el millar en sus negociaciones, eligiendo el zonte como el patrón más conveniente.

En un saco de henequén cabía aproximadamente medio zonte de mazorcas, pero si el fruto se daba bien, las 200 unidades no alcanzaban a entrar todas, quedando fuera dos o tres manos, imprevisto que se resolvía alargando la costura del saco con una pita elaborada también de henequén.

La palabra zontle se origina del náhuatl tzontli que, según Francisco J. Santamaría, en su Diccionario de Americanismos, significa: cuatrocientos.

Además de contar el cacao y el maíz, el patrón se aplicaba a otros frutos como la naranja y el zapote, o cosas como la leña.

"Zontear el maíz o la leña" es una expresión ya casi extinta en la entidad, pues raramente se la oye entre los viejos campesinos, a no ser que evoquen la tarea que hicieron de niños al contar las mazorcas o las rajas de leña, acomodándolas en grupos de 20, cada uno con 20 unidades, para alcanzar la cifra de 400.

El tzontle también era usado para medir el terreno, fijando una unidad por cada 4.4 hectáreas de tierra. En La servidumbre agraria en México en la época porfirista, el historiador Fiedrich Katz menciona la costumbre en las haciendas cacaoteras de otorgar medio zontle -unas 2.24 hectáreas- de tierras cultivables a los peones acasillados como parte de su paupérrimo salario.

Otro ejemplo de medida aún vigente es la cuarta, que es la extensión de la mano abierta y extendida que va del extremo del dedo pulgar al meñique.

Para mí asombro, la palabra fue aceptaba apenas en el DRAE de 1869 y remite a la voz más extendidad de palmo, voz que ya estaba en la citada obra desde 1737, con dos significados diferentes.

No será sino hasta la versión de 1970, en que los académicos decidan darle por fin la entrada de medida, con excepción de la edición de 1983, las posteriores de 1984, 1989, 1992 y 2002, la conservarán.

Algunos vendedores del mercado de Comalcalco y Paraíso siguen prefiriendo usar la cuarta como medida en vez del kilo. Un viejo vendedor de las Flores Segunda, en Paraíso, prefiere vender en peso y no en extensión su longaniza ahumada. Cuenta jocosamente que las que venden en cuarta son mujeronas grandes, lo que hace que el marchante imagine que la palma enorme de esa mano significará más longaniza para su mandado. Pero una vez hecho el trato, esa mujer robusta llama a otra más bajita y de mano pequeñita.

No obstante, el sueño de cualquier ranchero en La Chontalpa hasta el periodo posrevolucionario era poseer una caballería. La medida resulta menos antigua en América que el zontle, porque los nativos de estas tierras no conocieron el caballo sino hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI, quienes además de imponer este patrón implantaron también la arroba y el quintal para comerciar la carne, la manteca, el frijol, el azúcar, la panela, el café, el palo de tinte y el jabón.

El Diccionario de Autoridades de 1729, pone varias entradas a caballería, pero todas parten de “la bestia en que se anda a caballo”. De esta procede “el número de hombres a caballo que forman un cuerpo” y por extensión “toda la gente de armas montada a caballo” que constituye un ejército.

De las obligaciones y privilegios del buen guerrero con montura se dice que formaban caballería. Uno de estos privilegios se había impuesto como regla: conceder “ciertas rentas que los Ricos hombres repartían de las suyas propias entre los Caballeros y gente de guerra , que eran sus vasallos y los asistían cuando salían a servir a los reyes”. De modo que caballería pasó a nombrar todas las rentas obtenidas por los caballeros que acaudillaban las guerras.

El Diccionario de 1780 amplía la entrada: “En lo antiguo era la porción que de los despojos tocaba a cada caballero en la guerra, y a proporción había media caballería y aún doble, como sucedía al General que ganaba algún despojo, al que se le duplicaba la recompensa”.

Por supuesto que el auténtico caballero tenía que no dejarse dominar por la avaricia y cumplir sus deberes como vasallo y guerrero, entre los que figuraba compartir el despojo noblemente llamado caballería. No hacerlo implicaba deshonra o destierro, como sucede a don Rodrigo Diaz de Vivar en el Cantar de Mio Cid.

Con la Otra Conquista penínsular en Mesoamérica, la Corona española concedió a los pobladores de las tierras conquistadas “repartimiento de tierra o haciendas” con el fin de que los indios “se avencindacen y mantuviesen en ellas”. Dicha provisión se llamó caballería, en oposición a casas, solares y peonías. Incluso, queda fijada la extensión de la tierra: “ cien pies de ancho y doscientos de largo”

En Tabasco, el término sobrevivió entre finqueros para fijar extensiones de tierra muy amplias. Santamaría en su Diccionario de Americanismos precisa la medida: 42.7953 hectáreas.

Criollos o mestizos no escaparon en pleno siglo XX a la vieja costumbre española de dejar como herencia una caballería por cada hijo que se tuviera. “Se hacían el propósito de sembrar frijolar, milpa, engordar puerco, levantar pavos para comprar muchos terrenos que entonces sobraban en esas cantidades”, evoca un viejo hacendado de Chiltepec, en Paraíso.

Y ustedes ¿cuáles medidas recuerdan?


*Este texto es una parte de un trabajo más extenso sobre el tema, el cual sólo le interesó publicarlo en Tabasco al editor Lester Wilson, en una de sus muchas publicaciones periódicas que tira. Es precisamente a él a quien dedico esta parte.

lunes, 2 de enero de 2012

Trama y poema en Estación abierta


Con el manuscrito, “Estación abierta”, Verónica Sánchez Marín ganó en 2011, el premio estatal de poesía Jose Carlos Becerra.

Distanciados de la polémica que suscitó el fallo del jurado, el texto manuscrito honra al poeta de Oscura palabra, que supo encontrar en los elementos terrestre del infortunio, la cultura de masas o el cine sonoro, los versos memorables para su poesía.

Al concederle el premio que lleva el nombre de un poeta que, para fortuna de sus lectores, siempre estará más allá de intereses políticos mezquinos, el jurado confirma una vocación literaria que comenzó cuando menos hace una década.

El registro documental más lejano de sus desvelos líricos data del año 2004, cuando junto a otros jóvenes de su generación, entre quienes se encuentran Lorenzo Morales, Beatriz Pérez y Diana Juárez, participa con un cuento breve titulado “Tamú”, en el libro colectivo Ojos de duende.

Este detalle es importante anotarlo para corroborar un rasgo evidente en todo su trabajo lírico publicado hasta ahora: sus doble vertiente amorosa con la escritura: la trama y el verso, que se extienden como un rizoma para potenciar los dos terrenos.

El aprendizaje de Verónica ha sido como el de todo joven que comienza a escribir: lento, accidentado, doloroso, pero con mucha pasión.

El primer taller literario al que asistió se llamó “En busca del tiempo perdido”, que coordinaban los entonces chamacos Daniel Peralta, Alvaro Solís, Jaime Ruiz y Benjamín González.

La mecánica de trabajo, por cierto, era muy singular: consistía en tener siempre un coordinador invitado por una o varias semanas. Sospecho que de este modo los talleristas aseguraban los cafés de cortesía.

Luego, creo, vino el taller del maestro Antonio Solís Calvillo, celebrado en El jaguar despertado.

Todos estos detalles mínimos dieron sus primeros frutos en 2007, cuando su nombre fue incluido en la investigación literaria que parecía que don Marco Antonio Acosta nunca iba a concluir, la Nueva Antología de Poetas Tabasqueños Contemporáneos, que venía a actualizar la suya propia editada en los setenta.

La serie de poemas de Sánchez Marín apareció en el tomo tres, poco antes de que se cerrara el volumen con los poemas de Beatriz Pérez y Pablo A. Graniel.

Esos breves poemas son apenas un balbuceo de una escritura en busca de su voz. Se trata de textos breves, fragmentarios, que no esconden ni sus influencias cercanas ni la fascinación de la joven autora por sus múltiples reflejos.

De todos modo hay allí versos deslumbrantes, sobre todo cuando la exacerbación -amplificada por una enumeración vertiginosa- cede el paso a una observación objetiva de las cosas, que encuentra en lo profundo la sencillez.

Acá doy un ejemplo:

“tantas olas
tantos preparativos
y tan pocas razones de hacerse al mar”

Ese tono bajo que parece venir de una voz distante y honda, irá creciendo por fortuna hacia adentro, hacia el abismo de sí mismo, en muchos pasajes de lo que constituirá Estación abierta.

El 2008 fue un año intenso para ella. Publica una nueva serie de poemas en una plaquete colectiva titulada Triángulos oscuros, que editó Indira Broca, más o menos de la misma generación de Verónica.

En 2009, textos suyos fueron incluidos en una antología de 10 poetas novísimos que preparó generosamente Alvaro Solís para la revista Punto de Partida, que edita la UNAM.

En el citado número 155, de mayo-junio de 2009, Verónica se atreve a hablar fuera del poema de su trabajo lírico y deja ver que el templo sagrado de sus influencias comienza a poblarse. Al lado de la autora de La mujer rota, y del autor de Relaciones de los hechos, reconoce dos nuevos nombres: la poesía sintética de Yanis Ritzos y el tono impestuoso de Vicente Huidoboro.

Confiesa Verónica de esa selección:

“Desde que me di cuenta no busco otra cosa que escribir una historia, no mía necesariamente, pero sí que conmueva al lector, que lo divierta, al menos esas son mis aspiraciones”.

Tal espíritu es el que anima el libro Estación abierta, un material dividido en tres partes, que propone un viaje hacia la escritura intimista, donde el paisaje se escribe con los ojos y se lee con las ventanas del corazón, a tal punto que ya no hay separación, diferencia, frontera, entre lo externo y lo interno, entre el yo y el nosotros. Lo que uno esperaría del poema.

Los siguientes versos podrían ser el ars poética de este libro:

Tantas palabras dormidas esperan
hacerlas brillar como tantas otras estrellas,
sacarlas del sueño
como granos de trigo.
El sentido y la corriente se alternan
en un lenguaje amorfo donde nada se comparte, el uno expulsa
al otro y a gusto del orgullo socaba el mantenimiento de las tierras.
Tantos pájaros parten sin retorno.
El éxodo es su sitio para pensar.

Lo que uno lee sabe a escritura onírica, a poética del ensueño, a vida que ocurre sobre una pantalla que va contando una historia que también se proyecta más allá de la luz, hacia la oscuridad de las posibilidades. La realidad es distorsionada por un filtro que es una película que a su vez es distorsionada por una espectadora que a su vez escribe poesía que a su vez es vista y leída por un lector/esspetador de cinepoéticas.

En esta duermevela sentida muchos versos pasen de la primera persona del singular a la primera del plural, no como defecto, sino como una consecuencia de esta mirada de soslayo.

Como ocurre en los primeros libros de noveles autores, aquí hay ecos de otras voces familiares a Verónica. Una de ellas es la de una poeta iraní que Verónica ha leído muy bien, y con la cual de seguro halla afinidades, no sólo porque ella y Forougth Farrokhzad sean mujeres o porque les fascine la escritura y el cine, sino por eso que Goehte llamaba muy bien la afinidades electivas. Aludo sobre todo a las conversaciones íntimas de esa voz literaria con su amante.

Todavía siento esa invitación en mis orejas rojas:

Quédate a detener el juego
también puedes quedarte para mostrarte indeseable
posado como un pájaro de mal agüero
con una sola pata encima de la cerca
y los ojos clavados en el sol para acompañarte a ti mismo
y si es posible a esta mujer
que no puede acostarse con la luz

Hace un rato dije de ese tono bajo, casi sereno, reflexivo, que animan muchos de los versos de Estación abierta. Son los que más me gustan porque dan un nuevo sentido al mundo inmediato.

Una escritura así sólo se logra con sabiduría, lo que quiere decir también, con dolor y sufrimiento. Estación abierta es una invitación a tomar un viaje íntimo, sereno, sensual, algo oscuro, pero gratificante. ¡Qué gusto leer este primer libro de Verónica!

*Este texto fue la parte medular de la presentación del libro Estación abierta, de Verónica Sánchez Marín, que leí el miércoles 28 de noviembre, en la fundación José Carlos Becerra. Además de la autora, participó también el joven escritor Marco Antonio Antúnez Piña.