La pulpa de una granada son sus labios, sus carnes tienen la madurez a punto del durazo; bajo la blusa rala guardan dos exóticas anonas.
Como un par de niñas tomadas de la mano, sus pies descalzos cruzan las esquinas y otorgan, mientras pasan, un sentido a la mirada, a los arriates con sus sombras y las plazas desoladas.
Las jóvenes, en edad para ser desposadas, aún llevan la música por dentro, pero hasta los armadillos ocultos en sus cuevas la escuchan inquietos.
Entre ruinas, las más viejas conservan la grandeza de un imperio antaño despiadado: ellas son las druidas de un oráculo infalible que perpetua la continuación de la tribu.
Por las noches, cansadas de presidir el mundo, se abandonan en el sueño.
Entonces, las nativas vuelven a escuchar los pasos del jaguar en celo acercándose al camastro.
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