viernes, 22 de abril de 2011

El bosque de Francisco


Las tintas de Francisco Magaña (1961) tituladas "Del bosque" son un viaje a un país intrincado de resplandores, de remansos que invitan a descansar los ojos y las interpretaciones.

Cada cuadro es una emoción colorista, una especie de hakiú pictórico donde guardan silencio los córvidos. El camino real es una maraña de juncos, de brumas claras.

Si en la serie pictórica “Versiones”, de 2008, las sombras reinaban en un mundo poblado de presagios, un archipiélago de angustias, la amenaza del sueño, en “Del bosque” el pintor hace a un lado las pesadillas interiores y como un caligrafista chino da paso a la abstracción de las formas, pero siempre guiado por la luz, por la alegría de habitar el mundo.

Magaña Magaña pertenece a esa rara estirpre de escritores -Paul Eluard, Herni Michaux, William Blacke, Victor Hugo- que también hallaron en la pintura otro vehículo para el conocimiento.

En “Del bosque” parece haber encontrado la sabiduría de las cosas con los elementos mínimos, apenas el negro y la variedad de tonos pálidos, casi aéreos.

El pintor poeta (o poeta pintor) dice haberse inspirado en esta serie en una lectura de “Claros en el bosque”, de la pensadora española María Zambrano.

Las pinturas en pequeño formato contribuyen a recrear ese sentimiento de zen pictórico, de ambiente de espiritualidad y paz que cerca cada cuadro.

Mientras otros artistas se desvelan por representar el mundo físico y sus accidentes, la pictografía del tabasqueño sintetiza en líneas y veladuras esa naturaleza.

Mucho hay de intuición en esta serie, y de las visitas a talleres de pintores como los de Nunik Sauret o los hermanos Castro Leñero.

Hasta ahora, su trabajo plástico ha ilustrado las portadas de la revista literaria Trilce (2010), así como los tres tomos de Historia política contemporánea de Tabasco. Recientemente, la revista Separta publicó una selección de sus obras.

La serie pictórica “Del bosque”, de Francisco Magaña, puede verse en el café El balconcito, en Paraíso, lugar de donde por cierto es originario este escritor destacado a nivel nacional. La entrada es libre.


* Este texto apareció publicado con algunas variantes el 21 de abril, en la columna que escribo semanalmente para la sección cultural expresión, del diario Tabasco HOY.

miércoles, 13 de abril de 2011

Pitol, el memorioso


Como un transformista, Sergio Pitol, el autor veracruzano nacido por accidente en Puebla, ha tocado casi todos los géneros literarios (cuento, novela, ensayo, crónica, traducciones) y ha salido bien librado de ellos.

Se le deben a él las traducciones de autores imprescindibles y heterodoxos de otras literaturas periféricas que, por lo aisladas de los centros de novedad, se colocaron en un vórtice a prueba de modas. Jaroslav Hasek, Jersy Andrzejekski, Tibor Dery, Ronald Firbank y Lu Hsun, fueron nombres improbables que el traductor mexicano introdujo con mucha entrega y pasión en la lengua de Cervantes y Borges.

Su existencia errante y casi fugitiva, lejos de su patria, se parece mucho a la vida tempestuosa de su amado y luego odiado José Vasconcelos; su filigrana literaria, a la de su admirado maestro, Alfonso Reyes. Como muchos otros veracruzanos -Ulises Carrión y Juan Manuel Torres, con quien concidió en los países del Este- hizo de la extranjería su respiración y su ars poética en libros como Los climas y Mephisto Walzer..

Su generosidad no sólo está en su propia obra y traducciones, sino también en los consejos que da a quienes se acercan a pedirlos. Ninguno que él no haya sometido a su propia escritura. Pero de todos siempre destaca uno: el no ser complaciente con lo que se escribe, y de rehacer una y otra vez el texto hasta que salvarlo del bote de basura. Con este axioma uno comprende el porqué de su prosa tan ceñida y cambiante en cada nuevo título, desde el Tríptico del carnaval hasta la Triología de la memoria.

Una vez en un viaje que hizo a la ciudad de Villahermosa habló ante un auditorio atiborrado de su taller como escritor y evocó los efectos del clima de Tabasco en la obra de otro viajero literario, Graham Green. Curiosamente se hospedó en un hotel del mismo nombre que el inglés, frente a la laguna de las Ilusiones, donde los lagartos no dejaban de refrescarse a la sombra.

¿Serían verdad esas pullas que enfrentó con lo que él llamaba graciosamente las viejas glorias locales, cuando dejó su casa frente a la plaza de la Conchita , en Coyoacán, para irse a vivir emocionado a Xalapa, escenario de sus primeras obras?

Anécdota contada por el poeta Guillermo Fernández cuando vivió en el edificio de Las brujas, frente a la plaza Río de Janeiro -otro escenario pitoliano en El desfile del amor- y una pared lo separaba de otro vecino escritor: mientras los poetas amigos de Guillermo bebían como cosacos, bailaban y discutían con el tocadisco a todo volumen, en la pared de al lado, sólo se oía un rumor de teclas. Al acabar la fiesta, casi al amanecer, las teclas seguían martillando. El vecino de al lado se llamaba Sergio Pitol.

Su primer relato se titula “Víctor Ferri cuenta un cuento”. Se podría decir también que desde los años cincuenta Sergio Pitol cuenta un cuento. El de su vida que se confunde con sus lecturas.

Al contar también rememora, como lo hacen muchos de sus personajes: Dante C. De la Estrella en Domar a la divina garza; Nicolás Lobato, en La vida conyugal; y Miguel del Solar en El desfile del amor.

No en balde a la reunión de tres de sus obras fundamentales, El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena, la ha titulado Trilogía de la memoria.

Al premio Miguel de Cervantes Saavedra también le debemos bellas páginas sobre los sueños. Pocos escritores mexicanos como él han sabido contar sin pudor esas representaciones oníricas. Pasajes inolvidables dedicados a su perro Sahso y diarios de sus estancias en lugares tan inverosímiles como el Barrio Chino, en Barcelona.

Una vez en una librería de viejo hallé una carta de Pitol fechada en Lodz y escrita en cursiva, con letra temblorosa. Contaba de una estancia en una clínica, aquejado por el invierno y una fibre que no cedía ni siquiera a las inyecciones. Pedía que le enviaran con urgencia libros para ser traducidos, oficio que le permitió sobrevivir casi en la clandestinidad por muchos años.

El escritor mexicano más cosmopolita y hedonista del siglo XX no se cree el dicho de que recordar es vivir. Como Funes, el memorioso, del cuento de Jorge Luis Borges, la memoria arrastra consigo fantasmas, la suma de muchas restas.

¿Una lección? Muchas. En parte, ésta: “Todo era verdad, todo era cierto y, por desdicha, irrepetible”.