martes, 26 de junio de 2012

Votar sin miedo, contra el miedo



Todavía, a finales de los años setenta, mis padres al hablar del profesor Lucio Cabañas, hablaban quedo, como si temieran que alguien apostado afuera de la casa estuviera espiándolos.

En ese tono bajo, tan idéntico a cuando hacían el amor, no sólo aprendí de los profesores metidos a guerrilleros en el estado de Guerrero, también supe de los universitarios asesinados en Tlatelolco, la matanza de Corpus Christi y el asesinato de líderes campesinos y dirigentes obreros de la región.  

En la escuela, por supuesto, nadie decía nada, y los libros elementales de Historia, después de profundizar en el gran periodo del general Lázaro Cárdenas, resumían en unas cuantas líneas los siguientes sexenios, como si el país hubiera entrado en una paz social incuestionable.

La tele, que en ese entonces eran dos o tres canales cuya señal se difuminaba a cada rato en el televisor a blanco y negro de bulbos de la casa, ofrecía siempre una visión unidireccional: el Estado bienhechor encarnado siempre en el Presidente Iluminado.

Pero fue precisamente esa caja boba por la que mis padres nos regañaban mucho cuando, por ejemplo, reíamos ante los socarrazos que a diestra y siniestra volaban en la vecindad del Chavo del Ocho, sin importarnos que nos dijeran que se trataba de una serie boba y violenta cuya víctima más frecuente era el maltratado lenguaje, de la que recibí mi primera lección política:

Mi madre estaba planchando la ropa caqui de obrero de mi padre, y miraba al televisor absorta. Yo sabía que esa mirada no era la que bendecía en la mesa los alimentos.

En la pantalla, el Iluminado, el Hombre que Llevaba en el Pecho la Representación del Mito Fundacional del Aguila devorando a la Serpiente, lloraba desconsolado. Sus palabras apenas eran audibles, no sé si porque lloraba o por la señal del receptor.

La imagen simbolizaba la agonía del Estado Benefactor doblado a chiganzados por el Mercado. Los sacadólares que vaciaban el Mito a expensas del libre mercado. Desde ahora la Serpiente engulliría al Aguila. 

Los años que siguieron se hicieron más estrechos. La gente que tenía casa acabó rentando una, el que tenía carro tuvo que venderlo, los que eran dueños de la tierra pronto no tuvieron ejidos. 

Crisis sucesivas nos enseñaron a tener esperanzas. Algo se movió, sin embargo, porque mis padres comenzaron a hablar con un poco de soltura sobre los acontecimientos políticos. Uno no se me borra: la generosidad del Ingeniero Heberto Castillo al ceder su registro de candidatura al ingeniero. Cuauhtémoc Cárdenas.

Mi sufragio, ni dudarlo, ha sido motivado desde siempre con la firme esperanza de tener un país sin miedo, para alejar la tentación del Estado represor y violento.

No he cambiado de elección porque la situación no ha cambiado. O quizá sí: ahora la telecracia controla el Ejecutivo (y pronto tendrá representación descarada en el Congreso), el cual a su vez mantiene una guerra sin declaración de guerra que ya lleva miles de víctimas inocentes.

De las tres elecciones presidenciales en las que he votado, la derrota que más me dolió fue la de 1999, cuando el ingeniero Cárdenas quedó en un tercer lugar y los sufragios concedieron la victoria al partido de la derecha.

La tozudez es buena cuando se trata del bien colectivo. Esta cuarta espero sea la del triunfo con quien mejor encarna las actitudes humanas con las que se escriben las gestas. Por AMLO.

miércoles, 20 de junio de 2012

Wilcock y la distropía



Cada cierto tiempo, el mundo se llena de utopistas, gente bien intencionada por mejorar el patio de su vecino. Siguiendo a estos técnicos herederos del Deux ex Machina, los persigue, incansables, la viuda desilusión y el solterón hartazgo. En el peor de los casos, los sueños se transforman pesadillas.

Una década después de que Calvino publicara Las ciudades invisibles (1971), otro nómada  incansable, el escritor argentino J. R. Wilcock (1919-1978), imaginó en su casa de campo italiana en Lubrano, una galería de seres insólitos que sueñan con convertir el mundo a la imagen y semejanza de sus locuras.

A la manera de un Marcel Schwob. Wilcock construye un museo de locos, en el cual destaca por sobre todos Aaron Rosenblum, quien supuestamente escribe un libro irónicamente a la manera de los grandes utopistas.

Rosenblum  detalla paso a paso cómo convertir un pedazo de tierra a las afueras de la bulliciosa, sucia e industrial Londres, en un sitio soñado.


La vida rocambolesca de Rosemblum puede seguirse en el libro de Wilcock titulado La sinagoga de los iconoclastas, junto a otras 30 biografías imaginarias de singulares personajes.

No imaginen que este utopista construirá parques extensos  de generadores eólicos para aprovechar la energía cinética, ni sembrará los hogares de ordenadores en los lugares más apartados para comunicarlos con el exterior. 


Nada tan lejos de Rosemblum que convertirse en otro Rousseau o un nuevo Tocquevillle. 


Lo que este visionario del revés desea es devolver a la humanidad a la que considera fue su Epoca de Oro, el periodo Isabelino que, entre otros alardes, dio a Shakespeare.

Ronsemblum no sólo se conformará con reconstruir The Globe, el tablado donde se representó a Shakespeare. Leamos el plan detallado que escribió supuestamente en los años cuarenta del siglo XX con el fin de convertirse en indiscutible benefactor de la humanidad. 


Se propone: “Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.

“Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado”.


Wilcock se burla de los movimientos utopistas que nacieron en el seno de la ciudad para transformarla y acabaron traicionándola, convirtiéndola en una pesadilla distrópica.


Un peligro del que no salen bien librados los reformadores, políticos, estadistas, gobernadores, aspirantes a puestos de elección popular, pioneros, delegados, comandantes revolucionarios, líderes sindicales y párrocos de todos los tiempos. 


Llámense estos Alejandro Magno, Julio César, Miguel Hidalgo, Porfirio Díaz, Tomás Garrido Canal, Carlos Alberto Madrazo, Carlos Salinas de Gortari, por citar viejas leyendas que ya no causan tantos resquemores.

Las hojas de la historia están repletas de los pletóricos Rosemblum que, por dar vida a una locuaz distropía,  acabaron poblando el mundo de rumores, amenazas, ejecuciones, guillotinas horcas, fusilamientos y desapariciones. 


Wilckok sólo corta unas ramitas para este magistral volumen.