Todavía, a finales de los años setenta, mis padres al hablar del profesor Lucio Cabañas, hablaban quedo, como si temieran que alguien apostado afuera de la casa estuviera espiándolos.
En ese tono bajo, tan idéntico a cuando hacían el amor, no sólo aprendí de los profesores metidos a guerrilleros en el estado de Guerrero, también supe de los universitarios asesinados en Tlatelolco, la matanza de Corpus Christi y el asesinato de líderes campesinos y dirigentes obreros de la región.
En la escuela, por supuesto, nadie decía nada, y los libros elementales de Historia, después de profundizar en el gran periodo del general Lázaro Cárdenas, resumían en unas cuantas líneas los siguientes sexenios, como si el país hubiera entrado en una paz social incuestionable.
La tele, que en ese entonces eran dos o tres canales cuya señal se difuminaba a cada rato en el televisor a blanco y negro de bulbos de la casa, ofrecía siempre una visión unidireccional: el Estado bienhechor encarnado siempre en el Presidente Iluminado.
Pero fue precisamente esa caja boba por la que mis padres nos regañaban mucho cuando, por ejemplo, reíamos ante los socarrazos que a diestra y siniestra volaban en la vecindad del Chavo del Ocho, sin importarnos que nos dijeran que se trataba de una serie boba y violenta cuya víctima más frecuente era el maltratado lenguaje, de la que recibí mi primera lección política:
Mi madre estaba planchando la ropa caqui de obrero de mi padre, y miraba al televisor absorta. Yo sabía que esa mirada no era la que bendecía en la mesa los alimentos.
En la pantalla, el Iluminado, el Hombre que Llevaba en el Pecho la Representación del Mito Fundacional del Aguila devorando a la Serpiente, lloraba desconsolado. Sus palabras apenas eran audibles, no sé si porque lloraba o por la señal del receptor.
La imagen simbolizaba la agonía del Estado Benefactor doblado a chiganzados por el Mercado. Los sacadólares que vaciaban el Mito a expensas del libre mercado. Desde ahora la Serpiente engulliría al Aguila.
Los años que siguieron se hicieron más estrechos. La gente que tenía casa acabó rentando una, el que tenía carro tuvo que venderlo, los que eran dueños de la tierra pronto no tuvieron ejidos.
Crisis sucesivas nos enseñaron a tener esperanzas. Algo se movió, sin embargo, porque mis padres comenzaron a hablar con un poco de soltura sobre los acontecimientos políticos. Uno no se me borra: la generosidad del Ingeniero Heberto Castillo al ceder su registro de candidatura al ingeniero. Cuauhtémoc Cárdenas.
Mi sufragio, ni dudarlo, ha sido motivado desde siempre con la firme esperanza de tener un país sin miedo, para alejar la tentación del Estado represor y violento.
No he cambiado de elección porque la situación no ha cambiado. O quizá sí: ahora la telecracia controla el Ejecutivo (y pronto tendrá representación descarada en el Congreso), el cual a su vez mantiene una guerra sin declaración de guerra que ya lleva miles de víctimas inocentes.
De las tres elecciones presidenciales en las que he votado, la derrota que más me dolió fue la de 1999, cuando el ingeniero Cárdenas quedó en un tercer lugar y los sufragios concedieron la victoria al partido de la derecha.
La tozudez es buena cuando se trata del bien colectivo. Esta cuarta espero sea la del triunfo con quien mejor encarna las actitudes humanas con las que se escriben las gestas. Por AMLO.
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