martes, 19 de abril de 2016





La muerte suscita en cada uno de nosotros miedo, valentía, espasmo, indiferencia, compasión, tristeza, dolor, pero siempre nos acompaña, la mayoría de las veces calladamente, adonde quiera que vamos.

Nos mece, por decir algo, desde el líquido amniótico de nuestro primer bautizo.

Es la enfermera con tapaboca y cofia alba, que se pierde en el pasillo aséptico del sanatorio, donde siempre vela al fondo un Cristo colgado.

Se ha sentado con uno en la escuela, desde que comienzan a aflorar los dientes de leche, empujó traviesamente nuestra cintura cada que jugábamos en el columpio.

También nos espía furtivamente cuando hacemos el amor o silba con nosotros la melodía que tarareamos mientras el camión nos lleva de vuelta a casa, por una carretera vecinal surcada de cruces de metal y gallinas suicidas.

Puede irrumpir de forma violenta en una fiesta o anunciarse como relámpago en la bocacalle de un barrio de mala pinta.

Se asoma en la mancha de sangre roja sobre el lomo del toro o en el abismo de una pintura donde un hombre camina enloquecido en su propio dolor.

Su presencia es tan vieja que la humanidad, en su infinita imaginación, la mienta en femenino, la terrible, inevitable y primitiva.

Ha sido elección o destino, liberación o condena, sorpresa o cálculo.

Como un par de siamesas monstruosas, la muerte solo se realiza con la vida: No hay muerte sin vida, ni vida que no se consuma en ella.

El ingenio popular, para igualarla, para bajarla a tierra como ella hace con los despojos humanos, la ha llamado pelona, flaca, huesuda, calaca.

Imposible que en esta convivencia diaria, el hombre, el ilustrado, el de ciencia, el médico, el curandero, aún el común mortal que barre la escoria de las urbes de la madrugada, no haya fundado un marco cordial para entenderla, para abordarla. Las muchas fes son el resultado de una solución intermedia, entre la vida y la muerte. 

A toda esta experiencia que como individuos tenemos de la muerte, hay que sumarle la que colectivamente heredamos. Somos Occidentales, pero también precolombinos.
Y la visión de la muerte se enriquece de estas dos culturas, qué digo dos, ¡tres! Primero la nativa, que fueron las visiones que empujaron los mexicas, los toltecas, los mayas, de la cual todavía algo de ellas queda, como el Día de los Difuntos en la que se abre una ventana para dialogar sensatamente con nuestros muertos. Segunda herencia: la judeoespañola, que con su idea de la muerte como tránsito, reparación en el camino de la vida y la realización trascendente, continúa moldeando la vida del creyente. Y la tercera: la filosofía moderna, desde pensadores como Nietzsche hasta escritores como Camus, que plantean un deber moral más allá de las teologías, la redención del hombre sin necesidad de alma inmortal. Cantos, ritos, pinturas, sistemas de pensamientos fijan esos modos de sentir, de concebir y de enfrentar a la catrina. Hasta en el Manual de buenos modales de Carreño se fija (en su página 295) el modo apropiado de conducirse en la casa de duelo.

Los poetas han puesto, de manera esencial, palabras a lo que no comprendemos fácilmente. Cito dos poemas clásicos que tienen como tema central a la pelona.

Escuchemos lo que dijo hace casi 500 años, un poco antes de que muriera, en 1472, el poeta Netzahualcóyotl. La traducción la hace el maestro Miguel León Portilla, en Trece poetas del mundo azteca, en su página 63. Escuchen atentamente el consejo de un sabio rey a sus amigos y a su hijo, el príncipe:

¡Amigos míos, poneos de pie!
Desamparados están los príncipes,
yo soy Netzahualcóyotl,
soy el cantor,
soy papagayo de gran cabeza.
Toma ya tus flores y tu abanico.
¡Con ellos parte a bailar!
Tú eres mi hijo,
tú eres Yoyontzin.
Toma ya tu cacao,
la flor del cacao,
¡qué sea ya bebida!
¡Hágase el baile,
comience el dialogar de los cantos!
No es aquí nuestra casa,
no viviremos aqui,
tú de igual modo tendrás que marcharte.


El rey Netzahualcóyotl invita a tomar las flores y el abanico para ponernos a bailar, extender la mano y beber el cacao. En suma: Disfrutar de la vida.

El exhorto es parecido al carpem diem de los latinos. Se estimula a aprovechar la vida, a vivirla. ¿Por qué? Porque la única certeza que se tiene, aún para el cantor, para el papagayo de gran cabeza, es que “no es aquí nuestra casa, no viviremos aquí, tú de igual modo tendrás que marcharte”.

Ahora pasemos al segundo texto. Heredero de esta tradición, el poeta Rubén Bonifaz Nuño, dedica un libro completo a la pelona. Para quienes no lo saben, don Rubén es el mayor traductor de autores clásicos y latinos en América, a él le debemos, por ejemplo, la traducción del griego de La Iliada, de Homero, y de los versos festivos, jocosos y foribundos del nada mesurado Catulo.

El libro donde se burla, reta, ríe, se confiesa y baila con la muerte se llama Calacas. De ahí quiero compartirles uno de los quince poema que también es una hermosa lección para entender la muerte, la vida.

Ya ni la amuelas, Flaca; embistes
en guerra contra un montón de harapos.
La armazón me cariaste, entumes,
por ti apolilladas, mis bisagras;
tapiaste mis vidrieras, sordos,
tapones mis abrevaderos,
paralizas mis malas pulgas.
Me alegro empero, propulsado
por las hélices del a.d.n.
Al tacto me acojo, a las quincenas.
O ellas pasan: da su olor su nardo.
Que en habiendo viejas y dinero,
Pinche Pelona, me das risa.
En vez de consolarse con las flores y el cacao espumoso de Netzahualcóyotl, don Rubén invita a consolarse, él ya viejo y desdentado, con las viejas y el dinero.

Pero ¿y si no hay quincenas? Queda el consuelo de acogerse al tacto, el aroma.
¿Ustedes con qué se consuelan? Háganle caso a la poesía y salgamos a mover los huesos, antes que sea a uno al que lo muevan, en esa cuna de madera con la que nos recibirá la tierra algún día.



Foto: Cortesía de Yeni Patricia Bernardo