miércoles, 20 de junio de 2012

Wilcock y la distropía



Cada cierto tiempo, el mundo se llena de utopistas, gente bien intencionada por mejorar el patio de su vecino. Siguiendo a estos técnicos herederos del Deux ex Machina, los persigue, incansables, la viuda desilusión y el solterón hartazgo. En el peor de los casos, los sueños se transforman pesadillas.

Una década después de que Calvino publicara Las ciudades invisibles (1971), otro nómada  incansable, el escritor argentino J. R. Wilcock (1919-1978), imaginó en su casa de campo italiana en Lubrano, una galería de seres insólitos que sueñan con convertir el mundo a la imagen y semejanza de sus locuras.

A la manera de un Marcel Schwob. Wilcock construye un museo de locos, en el cual destaca por sobre todos Aaron Rosenblum, quien supuestamente escribe un libro irónicamente a la manera de los grandes utopistas.

Rosenblum  detalla paso a paso cómo convertir un pedazo de tierra a las afueras de la bulliciosa, sucia e industrial Londres, en un sitio soñado.


La vida rocambolesca de Rosemblum puede seguirse en el libro de Wilcock titulado La sinagoga de los iconoclastas, junto a otras 30 biografías imaginarias de singulares personajes.

No imaginen que este utopista construirá parques extensos  de generadores eólicos para aprovechar la energía cinética, ni sembrará los hogares de ordenadores en los lugares más apartados para comunicarlos con el exterior. 


Nada tan lejos de Rosemblum que convertirse en otro Rousseau o un nuevo Tocquevillle. 


Lo que este visionario del revés desea es devolver a la humanidad a la que considera fue su Epoca de Oro, el periodo Isabelino que, entre otros alardes, dio a Shakespeare.

Ronsemblum no sólo se conformará con reconstruir The Globe, el tablado donde se representó a Shakespeare. Leamos el plan detallado que escribió supuestamente en los años cuarenta del siglo XX con el fin de convertirse en indiscutible benefactor de la humanidad. 


Se propone: “Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.

“Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado”.


Wilcock se burla de los movimientos utopistas que nacieron en el seno de la ciudad para transformarla y acabaron traicionándola, convirtiéndola en una pesadilla distrópica.


Un peligro del que no salen bien librados los reformadores, políticos, estadistas, gobernadores, aspirantes a puestos de elección popular, pioneros, delegados, comandantes revolucionarios, líderes sindicales y párrocos de todos los tiempos. 


Llámense estos Alejandro Magno, Julio César, Miguel Hidalgo, Porfirio Díaz, Tomás Garrido Canal, Carlos Alberto Madrazo, Carlos Salinas de Gortari, por citar viejas leyendas que ya no causan tantos resquemores.

Las hojas de la historia están repletas de los pletóricos Rosemblum que, por dar vida a una locuaz distropía,  acabaron poblando el mundo de rumores, amenazas, ejecuciones, guillotinas horcas, fusilamientos y desapariciones. 


Wilckok sólo corta unas ramitas para este magistral volumen.



No hay comentarios:

Publicar un comentario