La controversia que suscita la tala de árboles en cualquier parte del mundo, de la cual la ciudad de Villahermosa no escapa, me recuerda Las ciudades invisibles, una novela de Italo Calvino (1923-1985), donde el mercader Marco Polo revive, esta vez para contarle al Kublai Jan -emperador de los tártaros- no las ciudades que conoció en sus viajes por el Oriente, sino aquellas que sólo existen en su imaginación febril.
El gran Jan escucha entusiasmado al veneciano, como una Sherezada encantada, y al oírlo se entretiene y olvida esa melancolía, ese vacío y nostalgia que Calvino atinadamente intuye en los emperadores de pueblos y naciones.
A mitad del atlas inventado, Polo habla de la ciudad de Tala, una urbe siempre en construcción, donde sus habitantes no paran de subir y bajar andamios, de revolver la mezcla y pegar tabique. ¿Por qué?, les pregunta azorado el viajero, y los taleños responden: “Para que no empiece la destrucción”.
Calvino construye aquí una auténtica parábola, la desazón de Tala es la misma que la de cualquier ciudad del mundo: el crecimiento como algo necesario e inevitable, pero que si no es controlado, puede corroer y ahogar el cuerpo entero de la comunidad.
¿Cuántas ciudades no hay en México fracasadas porque se volvieron imposibles de habitar, llenas de inseguridad o contaminadas?
Los de Tala reconocen que para que permanezca su ciudad, no debe mermar su crecimiento. Pero también saben que es una empresa riesgosa: su espacio se puede volver una distropía malsana.
Eso es justamente el dilema de la tala de árboles en cualquier ciudad bullente. La destrucción justificada en aras de un tráfico cada vez más asfixiante, y lo que deja al descubierto: el crecimiento de una ciudad desproporcionada que se devora a sí misma.
Como no existen campañas para promover el uso del transporte público, aunque muchas ciudades cuentan con un servicio público subsidiado y decoroso, ni tampoco hay una cultura vial donde el peatón y el ciclista obtengan prioridad e incentivos sobre el automóvil, se opta por talar árboles.
Bajo esa lógica, algún día --¡el buen Dios no lo permita!- los nombres de árboles, plantas, flores y animales locales de todas las urbes, serán palabras en desuso que solo anclaron en extensos poemas, estampitas escolares o reducidos viveros.
En este clásico moderno, Italo Calvino, cuya profesión por cierto fue la de agrónomo, también sugiere la ciudad deseada: Sofronia, en cuyo centro hay una feria con caballitos y montaña rusa, y en su periferia están las necesarias fábricas y bancos. Cada cierto tiempo ocurre que, lo que se levanta para irse a otro lado, no es el carrusell con sus caballitos de madera ni la carpa de circo con sus jaulas, sino las estructuras de hormigón de los ministerios y las fábricas.
Es verdad, no hay que olvidarlo, una ciudad soportable debe tener espacio para la recreación, para perder el tiempo con los parientes, los hijos, la novia, el novio, los amigos.
También, ¿por qué no?, para leer poemas, como ocurrió precisamente en el pequeño bosque de Indeco, en Villahermosa, antes de que lo talaran, en la compañía de poetas -Teodosio García Ruiz, Elizabeth Meza y Fernando Nieto.
Y por eso también son necesarias las sombras de las ceibas, los macuiliz, los cedros, los guácimos y las bellotas.
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