La memoria del poeta tabaqueño José Carlos Becerra sigue viva en sus amigos del altiplano, que lo conocieron y lo trataron durante la década del sesenta, cuando quería serlo todo: torero, arquitecto, pintor, actor, director de cine, militante político, dandy, pero sobre todo, poeta.
El escritor José de la Colina lo evoca como un pésimo conductor, impericia que compartía con Juan Manuel Torres, amigo con el que compartió en los últimos tiempos el departamento de Guadalquivir 58, en la muy señorial colonia Cuauhtémoc, de la Ciudad de México .
El autor de Perfiles (Universidad Veracruzana, 2006) admite que no incluyó entre sus retratos literarios el del tabasqueño, donde sí vienen los de Salvador Novo, Carlos Pellicer y Alfonso Reyes.
“No me gustó como quedó el que le hice, así que le debo todavía el suyo”, se excusa el cuentista nacido en Santander, España, y exiliado en México.
Más que frecuentar a Becerra Ramos, de la Colina llegó a considerarlo su amigo gracias, al grupo literario reunido en torno a la figura del narrador veracruzano, Juan Vicente Melo, que en aquellos días dirigía la Casa del Lago.
“José Carlos era también muy amigo de Juan Manuel Torres, pero los dos eran muy malos para manejar. Ninguno sabía estacionar bien su auto y a veces me hablaban por teléfono para pedirme que los ayudara a meterlo al garage.
"Creo que José Carlos estaba apenas aprendiendo a manejar en México cuando se fue a Europa”, evoca el integrante de la generación conocida precisamente como Casa del Lago o del Medio Siglo.
El carro que manejaba Becerra era un volkswagen nuevo, de color azul, regalo de su padre, don Carlos Becerra Lacroix, que dueño de una juguetería y papelería establecidas en los portales de la avenida Madero –una calle donde se alojaban los negocios más prósperos de la todavía tranquila ciudad de Villahermosa–, lo había comprado en la única agencia de autos de la capital tabasqueña y, luego, hecho llegar a su vástago al Valle del Anáhuac.
Con un modelo semejante, sólo que de segunda mando y comprado en Alemania, José Carlos perdería la vida en una carretera estatal, cerca de San Vito de los Normandos, el 27 de mayo de 1970.
II. Acelerador a fondo
El ensayista, cuentista, novelista y traductor Sergio Pitol recuerda haberse topado con José Carlos Becerra a finales del año 1969 y principios de 1970, unos meses antes de su muerte, en la ciudad de Dickens -autor que ambos veneraban.
La memoria del Premio Cervantes de Literatura 2007 retrocede al día en que su amigo Carlos Fuentes, quien radicaba en Londres desde hacía ya algún tiempo, lo invitó a cenar, advirtiéndole que a esa velada asistiría también otro comensal, el tabaqueño Becerra.
“Siempre me pareció que cuando llegaba, ya tenía encima otra cita por cumplir; era un joven muy inquieto, quería vivirlo todo, probarlo todo, saberlo todo.
"Me daba la impresión de que tenía prisa por llegar a otra parte, nunca me imaginé que esa cita sería
en Brindisi”.
Los encuentros se repitieron en varias ocasiones en la misma casa del anfitrión Fuentes antes de que Becerra partiera a su último viaje.
III. Presencia en ausencia
Con menos de la mitad del camino de la vida, Francisco Hernández ya escribía versos y buscaba revistas donde se los publicaran.
Fue así como un día llegó a Peyton Place, el edificio de departamentos de la calle Veracruz, en la colonia Condesa, donde Juan Vicente Melo se había convertido en el punto de referencia de escritores reconocidos lo mismo que de noveles.
"Al subir las escaleras y tocar a la puerta, me abrió el mismo Juan Vicente, preguntándome: ¿no te topaste con José Carlos? Acaba de salir ahorita, me vino a dejar un poema”.
En pocos meses, José Carlos saldría a Europa, entusiasmado por haber ganado en septiembre de ese año vertiginoso (1969) la beca Guggenheim, y con dos libros a cuestas: Oscura palabra (1965) y Relación de los hechos (1969)
El texto en manos de Melo fue compartido inmediatamente con el joven visitante. Aún ahora Francisco Hernández no olvida la intensidad del poema "Batman" leído aquella noche por Juan Vicente.
Hernández se niega a entrar en ese grupo que llama los escritores que vieron por última vez a José Carlos.
“Fue la única posibilidad en que pude haberlo conocido, pero como no subí por el elevador, no se dio el encuentro".
Pero el fantasma de José Carlos, cuya violencia poética se asemeja a la de los textos de Hernández, se le volvería aparecer cuando entrara a trabajar a una agencia de publicidad allá por 1973.
Su jefe lo condujo a la que sería su oficina, abrió la puerta y le mostró un escritorio con una enorme máquina de escribir como una isla solitaria.
"Este es tu escritorio que antes fue de José Carlos Becerra, usarás su máquina de escribir".
José Carlos había entrado a laborar a la agencia de publicidad en 1968, un año antes de ganar la beca, razón por la que dejó también de laborar allí. Hernández encontró sólo la máquina de escribir, en la que teclearía los poemas de Gritar es cosa de mudos (1974).
IV. En busca de lo que no existe
Guillermo Fernández recuerda el viaje que José Carlos Becerra Ramos no pudo hacer.
Lo había conocido gracias a los oficios de otro tabaqueño singular, don Carlos Pellicer Cámara; de hecho, cuando la policía capitalina detuvo a Pellicer y Becerra, en 1965, por andar repartiendo volantes antiyanquis, en Paseo de la Reforma, el que dio aviso del atropello fue el mismísimo Guillermo.
“Nosotros nos tallereábamos los poemas junto con Raúl Garduño, un poeta chiapaneco que murió también joven a causa del dengue; en ese entonces no había talleres literarios en el país, el primero que hubo fue el de Juan José Arreola, donde José Carlos publicaría Oscura palabra.
El traductor al español de autores como Cesare Pavese, Eugenio Montale y Guisseppe Ungaretti rememora: “Lo que me impresionó mucho fue que, sin haber calculado nada, salí de Brindisi hacia Patras, el mismo día en que Becerra cumplía un año de muerto, el día en que salió rumbo a Grecia para no llegar”.
José Carlos vivió aproximadamente seis meses en Londres, desde finales de 1969 y principios de 1970, y se internó en Alemania para recorrer en auto Bilbao, San Sebastián y Nápoles hasta dirigirse a Brindisi, donde tomaría un ferry con destino a Grecia.
“Yo iba a seguir otra ruta que era más cómoda, tomar un tren directo hasta Brindisi, donde no hay nada que ver y cuya única ventaja era que el puerto estaba situado frente a Grecia. Pero decidí hacer el viaje que mi amigo no había hecho y ya de paso investigar en qué punto se había matado”, revive el autor de Exutorio.
“Pasé por supuesto por Nápoles y atravesé la península, haciendo el mismo recorrido de José Carlos, al llegar a Brindisi fui directamente al departamento de tránsito de la policía. Para mí sorpresa uno de los carabineros recordaba el lugar del accidente porque me dijo: era un arquitecto mexicano que estrelló su Volkswagen. De inmediato supo que yo también era mexicano”.
Fernández relata que el carabinero le propuso que si esperaba un poco lo llevaría al sitio exacto del accidente. En esa curva se mira el estrecho de Otranto.
“Yo también he olvidado estas cosas, fueron hace mucho. Pero lo que más recuerdo fue que en la estación de policía pude ver el acta de defunción y me di cuenta que al día siguiente se cumplirían un año de su muerte, Becerra no pudo alcanzar el puerto griego, yo lo hice exactamente un año después en su ausencia”, lamenta el poeta.
El transbordador era uno solo e iba y venía de Brindisi a Patras.
"¿Qué buscaba Becerra en Grecia?"
Guillermo se suspende en el tiempo y como un viejo profeta escupe: “Lo que todos vamos a buscar, algo que ya no existe, la libertad en todos los sentidos: material, espiritual, estético”.
Lindo texto, me dieron ganas de leer al poeta. Gracias por las letras y un abrazo.
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