Ciudad de México es ciudad de músicos: por donde quiera se los topa uno.
¿Dónde aprenden a tocar estos niños sus instrumentos musicales? Uno sube de un vagón a otro y los ritmos cambian como si fuera el cuadrante de una vieja radio.
La música que suena en el subsuelo del Valle de México es la relegada, la que no tiene cabida ni futuro en el mercado comercial. O la que el tiempo deshecha tras un fugaz éxito.
Los niños músicos se acompañan de un intérprete mayor que generalmente es un pariente: el padre, el hermano o el tío; en otras ocasiones son grupos integrados por puros infantes, comúnmente hermanos de sangre o paisanos migrantes originarios de Guerrero y Oaxaca, tierra de trovadores natos.
No tocan canciones de cuna: la realidad se les impone como una madrastra y ellos tienen que cantar letras de amores no correspondidos, de dolores que se ahogan en una cantina.
Sus instrumentos son humildes, suenan con esa tristeza que exige la canción que tocan y cantan. Sólo cuando reciben unas cuantas monedas es que su sonrisa deja ver una mazorca de dientes separados. Podrían ser hijos de príncipes mexicas, mixtecas o zapotecas con su belleza silenciosa a cuestas.
Ejecutan la guitarra, el violín y el acordeón, instrumentos propios para las rancheras y los corridos del norte. Cuando no tocan, hablan ente sí un dialecto suave. Ríen, se empujan, no paran, dicen cosas que sólo ellos saben. Aparecen y desaparecen en los túneles del metro que se extienden como nido de coralillos.
En plaza Garibaldi, atrás del porfiriano Palacio de Bellas Artes, trabajan los músicos privilegiados: los mariachis.Lo que sorprende son sus barrigas metidas a la fuerza en esos trajes imecables de charros cantores.
Lo más común es que el novio traiga hasta la plaza a su enamorada y le dedique una serenata. No se bajan del auto rodeado por mirones que también entonan las letras. En vez de caballos, los mariachis traen trocas importadas que les sirven para ir a dar serenata por toda la ciudad, un servicio que sólo los más pudientes pueden contratar.
La oferta y la demanda en la plaza tasan el repertorio: el son jarocho cuesta menos que una ranchera, pero es menos solicitado porque los gringos nada más conocen "La bamba", en voz de Ritchie Valens.
Los organilleros hacen rancho aparte. Apostados en alguna esquina del Centro Histórico hacen salir las notas de una manivela. Su repertorio de valses, además de estridente, es limitado. Una cachucha les sirve para recolectar la coperacha.
Indiferentes, un ejército de peatones en desbandada, no se detienen a oír la música, absortos en sus pensamientos.
O en la música que llevan por dentro.
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