Si el subsuelo de Ciudad de México parece bullir de vida, las calles de las colonias Roma, Narvarte y del Valle son el patio de recreo de una asilo de ancianos: hombres de barbas entrecanas o mujeres pálidas salen a tomar un poco del débil sol.
Los sedentarios que han alcanzado la edad adulta y el sobrepeso, toman puntualmente el café de la mañana mientras leen La Jornada, Reforma o Letras Libres y envían mensajes por sus Blackbeerry.
Al mirarlos detenidamente se establece un lazo entrañablemente familiar, como si fueran viejos conocidos que hubieran crecido juntos, ahora envejecen a la par.
¿Qué clase de ciudad sería ésta, si el mar tocara su varicosa periferia? Sería una crónica escrita en lengua portuguesa con telón de fondo muy parecido a Río de Janeiro.
Esa sensación de mar llega en el aire salitroso que flota en sus plazas con fuentes resecas, y en la luz marina que anima los paraderos del transbus, un sistema de transporte rápido que atraviesa la mitad de las avenidas.
Es como si de pronto, detrás de esas jaulas de cristal -una casa de espejos alucinantes- fueran asomar las olas.
Ciudad de México es muchas ciudades. El centro, por ejemplo, es el espacio para los olores. Huele a guisado con sopa, a papaloquelite que acompaña los tacos, a carnitas bañadas en aceite.
La avenida Reforma -la calle legítimamente más imperial porque fue hecha para los paseos del emperador europeo Maximiliano de Habsgurgo- es también la más moderna: está hecha para verse con lentes oscuros.
Atiborrada de hoteles de lujo, boutiques de moda, restaurantes de alta cocina y casa señoriales, resulta la más artificiosa. Parece de celofán, envuelta siempre para una fiesta de carnaval.
Avenida Insurgentes se cruza con Reforma y es otra vía que no duerme de noche. Durante el día es un remolino que te traga; al caer el sol es un vampiro que succiona. El noctámbulo no tiene escapatoria.
Su glorieta vomita a vampiresas, darketos, punks, oficinistas, parejas gays que todavía creen en el amor; cuando regresan a sus casas, se buscan así mismos, en el doble mural de Rafael Cauduro, como pasajeros de otras vidas.
El Viaducto sólo está hecho para que circulen los automóviles. Tiene seis carriles y en su centro corre entubado lo que podría ser un río que nunca ve brotar flores en sus orillas.
Tlalpan está sembrada de hoteles con habitaciones de 180 pesos provistas de un tubo o columpios, según la fantasía de quienes los visitan. Parece estar condenado a ser un punto de paso donde nadie quiere echar raíces.
Donde quiera que se halle uno sentirá el placer de integrarse espontáneamente a la masa que se forma en el paso de una cebra, y luego disgregarse a invitación del rojo al verde.
Así sucesivamente: correr, parar, integrarse, disgregarse. Como si formara parte de una misteriosa tabla calistécnica que une y disgrega. Uno, dos, uno, dos.
Mural de Rafael Cauduro sobre el Metro de París y Londres, en el andén de la estación Insurgentes / Foto: Jesús "Chucho" Díaz, flicker.
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